Una transformación silenciosa
En la Argentina, la piratería del asfalto ya no es lo que era hace veinte años. Aquellas bandas improvisadas, con delincuentes que actuaban sin planificación y con violencia ocasional, quedaron atrás. Hoy el escenario es otro: detrás de cada robo de camiones se mueven organizaciones criminales que funcionan con la lógica de una empresa, estructuras que parecen pequeñas pymes dedicadas al delito.
No se trata de robos al azar. Estas organizaciones trabajan en células con una división muy clara de funciones: buscadores que identifican el objetivo, gatilleros listos para la acción, choferes encargados de la logística, técnicos que se ocupan de la tecnología, receptores y distribuidores que manejan el flujo de mercadería, e incluso contables que llevan el registro de la operatoria. Las cabezas de estas redes no son improvisados, sino personas con formación, muchas veces universitarios, capaces de leer el mercado y conocer de punta a punta la cadena de distribución. Su planificación es quirúrgica y todo se sostiene gracias a un engranaje clave: la existencia de un mercado ilegal que recibe y coloca la mercadería robada.
La lógica es contundente: no se roba lo que no se vende. Los productos sustraídos no quedan en manos de los delincuentes; entran en un circuito paralelo que necesita depósitos, transporte clandestino y canales de comercialización. Por eso, el problema excede la cuestión de seguridad: es un fenómeno económico y también cultural.
Llamarlos “empresarios del delito” no es una exageración. Es, en verdad, la mejor forma de describir cómo operan. Estas bandas no solo roban: trasladan, almacenan, distribuyen y venden. Cada eslabón está cuidado y muchas veces la fachada es la de un negocio legítimo que, en realidad, sirve de pantalla.
Y en esa cadena, el papel de la sociedad es decisivo. Lo más valioso no es el botín, sino la posibilidad de colocarlo en el mercado de consumo. Cada vez que alguien compra un electrodoméstico, una prenda, un paquete de cigarrillos o alimentos a un precio sospechosamente bajo, se convierte en parte del engranaje. Lo barato no es una oportunidad: es complicidad con el crimen organizado, y sus efectos no son menores. Provoca consecuencias económicas que golpean a la industria y al empleo, afecta la vida personal de quienes integran la cadena logística y, en muchos casos, pone en riesgo la salud de quienes consumen productos robados o adulterados.
Los números de una economía paralela
El último documento de la Mesa Interempresarial de Piratería de Camiones (XVII edición, 2024-2025) registró 4.490 incidentes en un año. El delito se federalizó: el interior del país aumentó su participación al 28%, la Provincia de Buenos Aires descendió al 52% y la Ciudad de Buenos Aires se mantuvo en el 20%.
La estadística muestra además datos clave: el 75% de los robos ocurre entre la medianoche y el mediodía, con mayor incidencia los martes (20%) y miércoles (19%). En cuanto a mercadería, los comestibles lideran hace una década con el 38%, seguidos por paquetería (24%), impulsada por el e-commerce, y textil e indumentaria (13%). El 83% de los ataques tiene como blanco camionetas de menor porte, reflejo de una adaptación al nuevo esquema logístico digital. Finalmente, el 88% de los casos llegó a la justicia, con un aumento de condenas que alcanzan no solo a choferes, sino también a dueños de camiones, galponeros y distribuidores.
Del romanticismo al verdadero costo social
Durante años, la piratería del asfalto estuvo teñida por un halo de “romanticismo”: se la veía como un delito menor, asociado a la viveza criolla y a la posibilidad de comprar más barato. Ese enfoque complaciente debe ser erradicado.
Gracias al trabajo conjunto de empresas, fuerzas de seguridad, Ministerio Público Fiscal y justicia, en los últimos 17 años se logró reducir significativamente los niveles de robo, que al inicio eran el doble o el triple. Aunque la situación está más controlada, el número de incidentes sigue siendo alto.
El costo social real es enorme: se destruyen empleos al afectar a las industrias legítimas, se erosiona la economía formal alimentando un mercado paralelo, se perjudica a transportistas y a la cadena logística —que deben destinar más recursos a seguridad— y se fortalece al crimen organizado, que reinvierte sus ganancias en expandir su poder. En resumen, lo barato sale caro, porque detrás de cada producto robado hay violencia, corrupción y pérdida económica para toda la sociedad.
El desafío cultural
El gran desafío ahora es cambiar la cultura social que tolera y hasta legitima estos delitos. Para ello se requieren campañas masivas de concientización, controles estrictos en mercados secundarios y plataformas online, más inteligencia criminal con infiltración en redes y monitoreo de depósitos, sanciones más duras que alcancen a toda la cadena delictiva y una cooperación internacional que replique experiencias exitosas como las de Europol, donde se combina tecnología, prevención y coordinación entre múltiples jurisdicciones.
La piratería del asfalto no es un delito romántico ni inocuo, sino una forma de crimen organizado que erosiona la economía destruye empleo, industria y confianza social. El verdadero triunfo llegará cuando cada ciudadano entienda que no es un vivo por comprar barato, sino un cómplice del crimen organizado, y comprenda que este problema nos involucra a todos. Porque cada producto robado que se compra alimenta esa cadena delictiva, y solo asumiendo que “la seguridad la hacemos entre todos” podremos frenarla.
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