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Escuchar antes que litigar

Conocí a Julieta Prandi lejos de un tribunal y lejos también del estudio jurídico. No fue en Puerto Madero, donde funciona el estudio de Fernando Burlando, porque ella no podía —ni quería— exponerse a ese entorno en ese momento. Nos encontramos en un Café Martínez. Un lugar neutro, cotidiano. Tal vez por eso, profundamente humano.

A esa primera reunión fuimos Germán Francone y yo. No llevábamos aún una estrategia definida ni un expediente bajo el brazo. Íbamos, ante todo, a escuchar. Y lo que escuchamos fue una historia desgarradora. No solo por la gravedad de los hechos relatados, sino por algo aún más inquietante: la naturalización del horror, el relato de una violencia sostenida en el tiempo, ejercida puertas adentro, en el espacio que debería haber sido el más seguro.

Ese día entendí que no estaba frente a un caso más. Estaba frente a una víctima que había sido sistemáticamente sometida y frente a un sistema judicial que, hasta ese momento, no había sabido —o no había querido— responder.

La denuncia ya estaba hecha. Sin embargo, la causa estaba muerta, completamente paralizada: “cajoneada” por falta de impulso -como le decimos en la jerga.

Una causa dormida y un compromiso

Cuando uno revisa un expediente penal con la causa paralizada, lo primero que aparece no es la falta de normas ni de herramientas jurídicas. Aparece otra cosa: la inercia. La desidia, la negligencia o el temor a avanzar. La incomodidad que generan los delitos sexuales cometidos en el ámbito familiar, sin testigos, sin fechas exactas, sin escenas “limpias” para el manual probatorio clásico. A veces esa desidia no es ni con conocimiento ni voluntad de os magistrados que deberían estar a cargo de las investigaciones. En la provincia de Buenos Aires, se denuncian más de un millón de delitos al año. Es imposible que -sin un adecuado impulso de las partes- los magistrados y los fiscales puedan procesar semejante cantidad de trabajo con los escasos recursos de que dispone el sistema judicial.

Pero desde el inicio tuve claro algo: si los hechos eran tal como Julieta los relataba —y todo indicaba que lo eran— esa causa debía llegar a juicio. No como un acto de revancha, sino como una exigencia mínima del Estado de Derecho. Porque cuando el sistema no investiga, no juzga y no repara, se convierte en una forma más de violencia. Porque al mal del delito, se le suma todavía un segundo mal -que es mucho peor que el primero- y es la amarga sensación de impunidad que queda en el alma de los litigantes. Y es que la pena cumple también una función preventiva. Ya que si cuando el legislador, amenaza con una pena en la fase legislativa (en el momento de hacer la ley) pero luego, al tiempo de su determinación judicial, esa pena no se impone realmente, ni las víctimas ni los victimarios ni la sociedad en general pueden tomarse en serio esa amenaza. Y el sistema penal, pierde entonces una de sus razones más esenciales de ser: la de hacer justicia y a la vez, cumplir una función de prevención general (que los delincuentes se abstengan de cometer futuros delitos).

Por esta razón es quizás que ese día, en ese café, le hice una promesa profesional y personal: iba a hacer todo lo que estuviera a mi alcance para que la causa avanzara, para que se rompiera esa parálisis judicial y para que Claudio Contardi tuviera que responder ante un tribunal de jurados populares. La causa, debido a la pena en expectativa prevista para el delito que se imputaba, debía naturalmente que ser substanciada ante un tribunal popular.

No fue la que le hice a Julieta una promesa grandilocuente. Era, simplemente, cumplir con el rol que nos había encomendado Fernando Burlando esa mañana al llegar a su oficina, y era también la que había elegido al renunciar -después de haber transitado más de treinta años en el poder judicial- para poder elegir los casos y  ejercer libremente la honrosa profesión de abogado (hoy tan deteriorada por quienes no merecen el nombre de tales).

El derecho penal frente a la violencia de género

Defender a una víctima de violencia sexual prolongada implica entender que no estamos frente a un delito aislado ni a un hecho instantáneo. Estamos frente a una relación de poder asimétrica, sostenida en el tiempo, donde el consentimiento se vuelve una ficción jurídica y donde el silencio suele ser una estrategia de supervivencia.

Sin embargo, una y otra vez, el sistema penal pretende analizar estos casos con categorías pensadas para otro tipo de delitos. Se exige precisión milimétrica de fechas, reiteraciones cuantificables, una lógica casi contable del abuso. Como si la víctima tuviera que haber llevado un registro, una bitácora del sometimiento.

Esa mirada no solo es jurídicamente errónea: es profundamente injusta.

La jurisprudencia nacional e internacional es clara en esta materia, pero lamentablemente, a veces existe un abismo entre lo que dicen los máximos tribunales y lo que sucede a diario en los litigios procesales.  La declaración de la víctima, en delitos sexuales cometidos en la intimidad, debe constituir una prueba central. No única, pero sí fundamental. Negarlo es desconocer décadas de evolución del derecho penal y de los compromisos asumidos por el Estado argentino en materia de derechos humanos y violencia de género. Lamentablemente -insisto- no todos los operadores judiciales lo interpretan así.

Los primeros obstáculos

Desde que la causa comenzó a moverse, aparecieron los obstáculos de siempre: Recursos infundados, planteos de nulidad absurdos, cuestionamientos reiterados a la palabra de Julieta. Nada que no conozcamos quienes litigamos este tipo de procesos y que tienen un objetivo bien claro y definido: evitar la realización  del juicio oral.

A cada avance en el proceso, por minúsculo que fuera, nos encontrábamos con una resistencia. Cada resolución favorable era seguida por un nuevo intento de retroceso. Y, sin embargo, el expediente avanzó. No por voluntad política ni por presión mediática, sino porque la prueba reunida en el expediente era consistente y porque el excelente fiscal que tocó sorteado – Christian Fabio- y los tribunales intermedios comenzaron a mirar el caso con la perspectiva que correspondía.

Probar lo que durante años fue invisible

Uno de los mayores desafíos de este caso fue demostrar, con lenguaje jurídico y rigor probatorio, aquello que durante años había permanecido invisible. No se trataba de un hecho aislado ni de un episodio excepcional. Se trataba de una dinámica de violencia sexual sostenida en el tiempo, reiterada, sistemática.

Julieta no habló de una violación. Habló de muchas. De cientos. No como una cifra lanzada al azar, sino como la consecuencia lógica de años de sometimiento, de abusos reiterados que formaban parte de una rutina impuesta. Y frente a esa realidad, el derecho penal suele reaccionar con desconfianza: ¿cómo probar lo reiterado?, ¿cómo probar lo que ocurrió sin testigos, en la intimidad, durante tanto tiempo? ¿Cómo demostrar que Jullieta Prandi, figura pública, reconocida, mediática, había podido ser víctima de semejante espiral de violencia de género?

La respuesta no fue sencilla ni rápida. Fueron necesarias cientos de horas de trabajo, de análisis técnico, de entrevistas, de evaluaciones psicológicas y psiquiátricas, oficiales y de parte. Horas de pericias periféricas que no buscaban confirmar un número, sino algo más importante: el patrón de sometimiento, el daño psíquico acumulado, la coherencia interna del relato y su correlato clínico.

Las entrevistas psicológicas oficiales realizadas tanto por la Asesoría Pericial de la Suprema Corte de Justicia de la Provincia de Buenos Aires así como por la Oficina de Asistencia a la Víctima dependiente del Ministerio Público de la Procuración resultaron determinantes. No solo descartaron cualquier rasgo fabulador o psicótico, sino que describieron con precisión indicadores compatibles con victimización sexual prolongada y violencia familiar en contexto de género. El relato de Julieta se presentó coherente, consistente, sostenido en el tiempo y acompañado de una afectividad congruente con los hechos descriptos.

A ello se sumaron informes médicos reiterados, evaluaciones psiquiátricas, certificados clínicos y antecedentes de tratamientos que daban cuenta de un daño profundo y persistente. No estábamos frente a una construcción discursiva oportunista ni frente a un relato aislado, sino ante un cuadro clínico compatible con años de abuso, control y dominación.

Probar lo invisible no significó contar cada hecho como si se tratara de una lista. Significó demostrar que existió un sistema de violencia, una relación asimétrica de poder en la que el consentimiento era imposible y en la que el abuso se naturalizaba como forma de control.

Ese fue, quizás, el punto más difícil de hacer comprender para el sistema judicial. Y también el más importante.

La resistencia a creer

Sin embargo, aun con prueba, el sistema se resiste. Persiste una desconfianza estructural hacia la víctima de delitos sexuales. Una sospecha permanente que no se aplica con la misma intensidad en otros tipos de causas.

En este expediente, esa resistencia se expresó de múltiples formas: cuestionamientos al marco temporal, intentos de descalificar la pericia psicológica, planteos que pretendían equiparar la negativa del imputado con una refutación probatoria. Como si negar fuera probar. Como si el silencio impuesto durante años pudiera volverse, de un día para otro, una debilidad jurídica de la víctima.

Escuché más de una vez que se trataba de “un caso difícil”. Y es cierto. Pero no porque faltaran elementos, sino porque el derecho penal todavía arrastra una mirada patriarcal cuando se trata de juzgar la violencia ejercida en el ámbito íntimo.

Juzgar estos casos exige abandonar la comodidad de los moldes clásicos. Exige entender que el abuso reiterado no se mide en fechas exactas, sino en patrones de conducta. Que la memoria traumática no responde a la lógica de un expediente, pero sí a la lógica del daño.

El rol del abogado y el límite del sistema

En más de una oportunidad recordé lo que suelo decir cuando hablo de derecho penal en espacios públicos: el sistema judicial no fracasa cuando absuelve, fracasa cuando no investiga. Y en los delitos de violencia de género, no investigar con seriedad es una forma de perpetuar el sometimiento.

Nuestro rol como abogados junto al equipo del Dr. Fernando Burlando  no fue nunca garantizar un resultado, sino garantizar un proceso justo. Con todas las garantías para ambas partes. Que Julieta pudiera acceder a la instancia de juicio oral. Que su palabra fuera escuchada por un tribunal imparcial. Que la verdad pudiera ser discutida en un debate oral, público y contradictorio, como manda la Constitución.

La elevación a juicio no es una condena. Es algo mucho más elemental: es el reconocimiento de que hay mérito suficiente para que el Estado cumpla con una de sus funciones más elementales. Elevar una causa a juicio implica para las partes el poder discutir -en un pie de igualdad- sobre las pruebas rendidas en un expediente para ver cuál de las dos tiene razón. De qué lado esta la verdad. Que es justamente todo lo contrario a archivar, minimizar o silenciar un proceso. El juicio oral tiene esa finalidad: la búsqueda de la verdad para alcanzar la justicia.

Cuando la causa llega a juicio: el derecho, el equipo y la mirada pública

El juicio oral marcó un punto de inflexión en mi carrera. No solo por lo que se debatía en términos jurídicos, sino por el contexto en el que se desarrolló. Fue un proceso complejo desde lo probatorio, desde lo humano y también desde lo mediático.

Fernando Burlando estuvo muy presente durante todo el proceso. Quizás no pudo estar presente físicamente por razones instrumentales, pero sí participó por vía de teleconferencia y nos enviaba mensajes a todo el equipo cuando las circunstancias lo exigieron. Junto a él, trabajamos de manera coordinada Germán Francone -abogado con gran trayectoria profesional- , Alejandra Córdoba -ex policía con más de 30 años de servicio, que se especializaba en las cuestiones de derecho de familia-  Ignacio Grimaldi -uno de los colaboradores más cercanos a  Delfina Burlando -la hija del propio Fernando- y Mariana Torres -una de las socias más predilectas de Alejandra y a las que les encanta conformar los mejores equipos de trabajo-. Claramente no se trató de una individualidad. Fernando Burlando estuvo atrás de cada detalle. El equipo fue cuidadosamente seleccionado, y se sostuvo la acusación privada con una convicción clara: este caso debía ser juzgado con rigor técnico, pero también con responsabilidad institucional.

Nada de esto fue improvisado. Detrás del debate oral hubo años de trabajo silencioso, estrategias discutidas, decisiones difíciles y una enorme carga profesional y emocional. Litigar un caso de esta magnitud implica entender que cada planteo, cada testimonio y cada pericia no solo construyen prueba, sino también sentido.

Un juicio bajo la mirada del periodismo

A todo esto se sumó un factor adicional: la presencia permanente de la prensa. El periodismo estuvo en la sala, siguió cada audiencia, cubrió cada instancia del proceso. Para muchos periodistas fue la primera vez que presenciaban un juicio penal de esta naturaleza, con esta carga probatoria y emocional  y esta complejidad técnica.

No fue un juicio más. A la gravedad de los delitos juzgados se le agregaba un elemento que el sistema judicial no siempre sabe procesar con comodidad: Julieta Prandi es una figura pública. Y eso, lejos de facilitar las cosas, las vuelve más difíciles.

Porque todavía persiste la idea —profundamente injusta— de que una mujer conocida, expuesta, mediática, “no encaja” en el molde de víctima. Como si la notoriedad fuera un escudo contra la violencia. Como si el reconocimiento público anulara la posibilidad de ser sometida durante años a un círculo espiralado de abuso, de control y de humillación.

Ese desafío mediático fue real. Y también fue una oportunidad: la de mostrar cómo opera la violencia de género incluso allí donde muchos creen que no puede existir.

Responder a las defensas: cuando la chicana reemplaza al derecho

Tras la sentencia, llegaron los cuestionamientos. Recursos, declaraciones públicas, intentos de instalar la idea de una supuesta indefensión, de vicios procesales, de nulidades inexistentes. Nada nuevo para quienes ejercemos el derecho penal.

Se dijo, por ejemplo, que el juicio no se había realizado ante jurados populares, pero omitiendo decir, deliberadamente, que fue el propio Claudio Contardi quien solicitó expresamente no ser juzgado por jurados, mientras que Julieta Prandi pidió —incluso planteando la inconstitucionalidad del código procesal— que sí lo fuera. Ese punto fue debatido, litigado y resuelto conforme a derecho mucho antes del inicio del debate.

Se habló de indefensión. Sin embargo, el imputado tuvo seis abogados a lo largo del proceso, ofreció pruebas, interrogó testigos, contrainterrogó peritos, promovió incidentes, interpuso recursos y recorrió todas las instancias judiciales posibles. Nueve jueces revisaron esta causa antes de que llegara a juicio oral. Tres jueces nuevos, convalidaron por unanimidad la condena. Estamos hablando de un proceso que atravesó el filtro de doce magistrados con a intervención de más de media docena de letrados previo al dictado de la sentencia que colocó a Claudio Contardi tras las rejas.

La indefensión es una categoría jurídica demasiado seria para que se hable de ella a la ligera. No puede convertirse en una excusa retórica para desconocer una sentencia adversa.

En el caso de Julieta hubo una instrucción que duró muchos años y sorteó múltiples escollos judiciales. Existió una acusación sólida. Se ejerció el derecho a la defensa, se substanció la prueba durante el debate y luego, se dictó una sentencia respetando todas las garantías. Literalmente eso es lo que los procesalistas llamamos un “debido proceso legal constitucional”.

Reflexión final

Los juicios penales no existen para satisfacer estrategias defensivas ni para consolar derrotas. Existen para hacer justicia.

Como decía Piero Calamandrei, si el proceso no sirve para traducir la justicia en realidad cotidiana, para administrar -como quería Carnelutti- “el pan de la justicia” entre los  ciudadanos— entonces, el sistema judicial no serviría para nada.

Bajo los arcos del proceso, ya lo escribió con palabras inolvidables Giuseppe Chiovenda, recordando el monólogo de Hamlet, corre el río inagotable de la suerte humana.  “Nadie mejor que nosotros, que somos los mecánicos de esos aparatos que instituidos para administrar justicia, está en condiciones de darse cuenta de que cuando esos aparatos se traban, la justicia, viene a ser para quien la sufre y la espera, una broma siniestra, una puñalada, una traición” (Piero Calamandrei).

Por eso es que pudo escribir el maestro italiano que nadie mejor que el procesalista “asomado a estos petriles, puede recoger, si tiene oído par aescucharlas, las voces que salen de los remolinos de esta corriente, este anhelo universal de justicia, y el dolor de la inocencia injustamente herida, y la consolación de quien se da cuenta (porque también esto puede ocurrir a veces) que al final, la fuerza ciega, debe someterse a la razón desarmada.”

De lo contrario, ni los códigos, ni la doctrina, ni la jurisprudencia, ni siquiera los abogados tendrían razón de ser.

Este juicio sirvió. Sirvió porque permitió que una verdad fuera discutida en un marco institucional. Sirvió porque respetó todas las garantías. Sirvió porque demostró que la violencia sexual intrafamiliar puede y debe ser juzgada, aun cuando incomode, aun cuando exponga, aun cuando interpele a todo un sistema o a toda una sociedad.

Y sirvió, sobre todo, para dejar un mensaje claro: el silencio no es la única salida, y la justicia —cuando funciona— sigue siendo una herramienta esencial para garantizar y posibilitar la vida en sociedad.

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