“El tiempo existe para que no todo ocurra al mismo tiempo… y el espacio para que no todo te ocurra a ti”, dice Susan Sontang. En la villa, esta certeza se pone en crisis. Todo –violencia, drogadicción, enfermedad, hacinamiento, vida– y nada –pobreza, desidia, desempleo, muerte– confluyen en el mismo tiempo –presente–y en el mismo espacio –casa-villa–. El desafío es ampliar ese espacio-tiempo, único e irremediable, con un proyecto que involucre a los habitantes del lugar junto a profesionales, funcionarios y demás actores sociales.
Argentina alberga a 289.354 hogares, con más de un millón trescientos mil personas, en zonas que se definen como “asentamientos irregulares”. Son 1.239 concentraciones habitacionales sin servicios básicos y con precariedad de viviendas e irregularidad de dominio, levantadas en áreas de inseguridad social y ambiental, según estimaciones oficiales.
La historia de las políticas estatales implementadas para resolver este problema tienen un denominador común: la errónea determinación de los predicados. Primero, centrar el tema en el déficit habitacional y no en el déficit social. Después, erradicar a la gente y no al problema. Más tarde, construir monoblocks devenidos en guetos urbanos y no hogares dignos –desde el Plan Quinquenal de 1947 hasta el FONAVI de 1972–. Y por último, adjudicar casas según un criterio clientelar y no de necesidad. El problema principal es, paradoja mediante, definir el problema principal.
Las políticas de cogestión entre el Estado y las organizaciones barriales impulsadas por el gobierno de Néstor Kirchner y coronadas por el Plan Federal de Vivienda (2004) dan cuenta de este desafío: derivar los fondos de la Nación a las provincias y de éstas a los municipios, inducir a la construcción de casas unifamiliares con lote propio enmarcados en una iniciativa estratégica para el barrio. Un proyecto símbolo es el de la villa La Cava, que es urbanizada por el municipio de San Isidro.
El trabajo de base realizado en la urbanización de Villa Palito, en Barrio Almafuerte, partido de La Matanza, en el corazón de conurbano bonaerense, fue uno de los ejemplos a tomar en cuenta para la implementación de estas políticas.
La villa está ubicada en el primer cordón suburbano, a 30 cuadras de Gral Paz, sobre el Camino de Cintura. Se empieza a formar en 1950, con gente atraída por la promesa del trabajo generado por el incipiente polo industrial que se gestaba en la zona. Pasa el tiempo y las promesas se diluyen, como las mangueras de agua potable tendidas sobre cloacas abiertas, y se hacen insostenibles como las casas construidas sobre pozos ciegos. El trabajo no llega, pero sí el clientelismo político y la Iglesia, que mantienen a la población más o menos viva hasta la próxima votación, hasta la próxima misa.
Mucho tiempo después, en 1990, se forman cooperativas lideradas por referentes barriales asesorados por punteros políticos. Por el Plan Arraigo, se le transfieren a las cooperativas parcelas sin uso de la empresa lindante Gasban. Desde el Estado provincial comienzan a concebir, cooperativa mediante, distintos tipos de intervención barrial, pero sin éxito.
La población crece. El último censo contabiliza cerca de 1.350 familias y 7.000 habitantes, dispuestos en un macizo –500 metros por 400 metros, el casco histórico– de ladrillo de canto y chapa, agrietado por finos y largos pasillos serpenteantes. En 1999, cansados de esperar, un grupo de jóvenes referentes del barrio toma los terrenos otorgados, se hace cargo de la cooperativa y nombra como presidente a quien mejor les traduciría las noticias del más allá: Juan Enríquez, el diarero. Con un vecino maestro mayor de obras, delinearán los primeros bosquejos del proyecto, para gestionar ante la municipalidad. “Lo más difícil, fue empezar. ¿Cómo convencer a los vecinos que crean en los papeles después de tantas promesas incumplidas?”, se pregunta Enríquez.
Un proyecto en común
En 2001, después de mucha insistencia y al notar que había un desarrollo de base, el Estado provincial decide impulsar un plan piloto con diez casas en uno de los terrenos vacíos. La dirección de la obra es encargada al arquitecto Héctor Sarmiento, que trabaja en la municipalidad de La Matanza. Eran años difíciles para el país. “Eso nos sirvió para unirnos. Le decíamos a los compañeros: ¿Para qué gastar 10 pesos para ir a buscar trabajo, si no hay? Usemos ese tiempo en trabajar para el barrio”, recuerda Enríquez. Se realizan asambleas con los delegados y se hace un relevamiento minucioso de todas las viviendas de la villa y un plano general donde se detectan los problemas. Enríquez, como pastor con Biblia dibujada en autocad, predica la palabra del dios Urbanización por todo el barrio. Se desalienta. Los ateos solo tienen oídos para la cumbia y ata cabos: ¿Por qué no hacer una cumbia que explique la urbanización? Al tiempo, se escucha en el barrio el grupo Tumba Tumba cantando “este fue el sueño de la gente de Almafuerte poder brindarle a sus hijos un hogar”.
De a poco y a medida que se ven las obras, la gente empieza a confiar. El proyecto consensuado entre los vecinos contempla la conformación, sobre los terrenos otorgados, de manzanas de 16 viviendas unifamiliares con terreno propio –de 8 x 18 metros–, limitadas por calles, que se continúan con las que se abrirán en el casco histórico del barrio.
Desde el municipio se establecen mesas de trabajo con los habitantes del lugar y las sociedades de fomento, las empresas –Gasban y Federal– y las escuelas vecinas, el Rotary, organismos nacionales y provinciales, y el BID, entre otros. “Yo tuve que aprender palabras: articulación, gestión, proyecto, para poder hablar con los técnicos y los políticos”, afirma. El problema más difícil se presenta con la gente del barrio obrero vecino (Villa Constructora), que se opone a que se tomen tierras de un polideportivo que ellos usan para levantar las viviendas. En la villa, hay que hacer un relevamiento total de las familias, de sus integrantes, de su nivel de indigencia y necesidad, establecer las casas que se encuentran en aperturas de calles, buscar el consenso de esas familias para ser trasladadas a otro hogar del nuevo sector.
Al fin, se llega a un acuerdo entre las partes y se delinea el proyecto final. Se lotean los terrenos y se construye la nueva escuela en 2002. Dos años después, por el Programa de Mejoramiento de Barrios (Promeba) se comienzan las obras con empresas constructoras que debe tomar mano de obra del lugar.
Luego se fueron acoplando distintas iniciativas. Por ejemplo, el programa de emergencia habitacional “Techo y trabajo”, que brinda trabajo a las cooperativas formadas con gente que vive en la zona (12 de los 16 integrantes deben ser jefes o jefas de familias para complementar el subsidio que reciben). La tarea de conformación fue compleja, debido a tantos años de desempleo. Se organizaron según su capacidad laboral. En la actualidad trabajan 14 cooperativas que tienen reconocimiento social y económico, dentro y fuera del barrio.
“Ante la posibilidad de implementar un nuevo plan acudimos a Nación para explicar los problemas que podría ocasionar esto en un barrio comprometido con el proyecto. Supongo que producto de esta gestión, y otras similares, surge el subprograma de ‘Urbanización de villas y asentamientos precarios’, que permite articular directamente con Nación los distintos programas”, señala Sarmiento. Para la ejecución de veredas, muros medianeros, y pavimento se forman cooperativas con jóvenes “de la calle” a quienes se les da apoyo técnico en la escuela de artes y oficios que funciona en el antiguo colegio del barrio. Durante el proceso, los inconvenientes más acentuados se producen por las tomas de viviendas nuevas y las que hay que demoler.
En Villa Palito, hasta el momento, se construyeron 750 nuevas; se concretaron de infraestructura y saneamiento, un SUM, la escuela Centro de Integración Comunitaria (CIC), 450 demoliciones de casas, 1800 m2 de muros medianeros, 3600 m2 de veredas y 740 m2 de hormigón articulado.
El éxito de este proyecto impulsó la creación de una Unidad Ejecutora municipal para trasladar la experiencia a otros barrios de la zona con problemáticas similares, como Antenas, Santos Vega y San Petersburgo.
Sin la tierra, el compromiso estatal y los recursos económicos disponibles la tarea es imposible. Falta implementar un mejor plan de cobro de las viviendas para no caer en un sistema asistencialista y seguir de cerca su sustentabilidad. Pero el logro no parece menor: la cumbia sigue marcando el paso, sólo que el espacio y el tiempo para bailarla son otros.
Autor: Horacio Marino
Fue coordinador de la urbanización del barrio Atenas, en la Unidad Ejecutora de Villas y Asentamientos precarios de La Matanza. Además es redactor de la revista La Guacha.