La Nación

"Me convertí en un radar cazagérmenes"

Un reportaje increíble de Rodolfo Braceli desnuda a un Sandro con un sentido del humor, una ironía y una entereza envidiable. Su amor por Olga, la fama, el dolor. Una nota inmortal, como su protagonista

Pregunta, para responder en ayunas: ¿en qué consiste vivir?

Intento, conato de respuesta: vivir consiste en respirar. Y a respirar se aprende sucesivamente, siempre, nunca se termina.

(Este debería ser el final de esta entrevista. Pero ya no hay caso, es el comienzo.)

Sabido es: Sandro concede muy pocos reportajes y sólo en función de sus espectáculos de turno. De su vida personal, la referida a las cosas del querer, jamás habla. Se lo reconoce como un sabio administrador de su imagen pública. Vendría a ser una especie de Greto Garbo; opera como un habilísimo topo que asoma muy de vez en vez y sabe estar presente mediante el imán de sus ausencias. Lo otro que sabemos es que se casó por primera vez en abril de este año y que antes apostó a todo o nada afrontando una crucial cirugía en sus pulmones exhaustos. No es casual, ya va para cuatro años sin subir a un escenario. Cuando le pedí la nota, por intermedio de Nora Lafon, su agente de prensa, estaba seguro de que la respuesta iba a ser no. Por sus hábitos y por su sostenida delicada salud. Balbuceé, descreído: “Con diez minutos de charla estamos”.

Desnucando toda lógica, Sandro, es decir, Roberto Sánchez, dijo sí. Y la charla sucedió en el sitio neutral de ratos escalonados en tres tardecitas de domingo. El primer encuentro iba a ser, pero no fue. El domingo siguiente sí: Roberto Sánchez, con la voz apenas reconocible, ahora me dice:

–Mil disculpas por mi faltazo. No estaba en condiciones ni de saludarte.

–Imaginé que algo jorobado te había pasado.

–Fue por un solcito.

–Una insolación.

–No. Trajeron a casa a una criatura de la familia, y ver ese solcito me emocionó tanto que se me cerró el pecho: broncoespasmo. Me duró una hora y media. ¿Vos sabés lo que es un broncoespasmo? Angustiante: el aire te entra, pero no te llega. Decí que yo tengo acá en casa máscara de oxígeno, como la de los submarinos. Y zafo. Aparte, el tiempo está como el mundo, loquísimo. Viejo, ayer por la tarde, calorcito: me querían sacar a dar una vuelta. Yo no puedo salir en invierno, obvio. Y en verano, si hace mucho calor, me sofoco. Vivo encerrado con una cierta temperatura. Ocurre que me hicieron modelaje de pulmón, me sacaron algo que está en la punta de los alvéolos y que es lo que no deja pasar el aire. Sentado no me hace falta oxígeno; cuando duermo tampoco; el asunto es cuando me muevo. Mi rehabilitación será larga. El modelaje supone un achicamiento, y eso afecta mi capacidad respiratoria.

–¿En los dos pulmones fue eso?

–Sí caballero, en ambos dos. Ocho horas de operación. Estoy mucho mejor porque, después de todo, ¡estoy! Pero me quedé con una bronquitis crónica y convertido en un radar cazagérmenes. Ando por la vida con esas redecitas, pero en vez de mariposas cazo gérmenes. Cuando entraron el día de mi cumpleaños las fans para fotografiarse conmigo les dije: “Chicas, perdónenme, pero no me abracen ni me besen”. Cualquiera trae algún bicho y lo adopto. ¡Y yo otra vez adentro no! En el 2005 estuve internado 164 días.

–Casi medio año.

–De estudios, de pinchazos, de sacarte sangre y buscarte las arterias.

–Lo peor ya pasó.

–No sé si pasó. El 6 de marzo volví al hospital, en el límite. Por nueve minutos le escapé a la muerte. Me salvó mi mujer, que es una máquina, ¡qué polenta tiene! Estábamos sentados en la cama, conversando, y le digo me siento mal, me caí para adelante y chau, sin conocimiento. Llamó rápido a la ambulancia, me cargaron y ella con el pañuelo por la ventanilla… Llegué en el borde de mi vida. Nueve minutos más y yo moría. Me desperté en terapia intensiva con una de esas máscaras que te dejan cara de coreano. Además, me metieron unos tubos para la respiración artificial. Eso me deshizo la garganta. Hay días que la voz la tengo bárbara, pero hay días que soy don Corleone. Cuando me sacaron el tubo quise hablar, ¡y la voz no salía! Ahí dije: “Bueno, ¡encima sordo ahora!” Al rato apareció un poco de voz; entonces dije: “Michael, ¿dónde está Michael?”

–Reducción de pulmones, pero no de sentido del humor.

–Soy un paciente con un humor espectacular. A eso de las ocho de la noche los médicos se juntaban conmigo a contar cuentos... Me acuerdo de otra: un día subiendo la escalera me resbalé, caí de espaldas y me rompí el húmero. Hospital, quirófano, una placa en el hombro y seis clavos. Ya sé lo que es ser un placar. Como no me dieron anestesia total, yo escuchaba todo… Pero dejame tomar un trago de té, a ver si se me abre un poco la voz… ya estoy mejor… Te decía: yo escuchaba el taladro, todo. Me iban poniendo anestesia donde les pedía. Al final, el médico dijo: “Este tornillo así está mal, tiene que quedar más oblicuo, alcanzame la agujereadora”. Y después: “Alcanzame el tornillo”. A estas alturas intervengo: “Doctor, no se olvide la arandela”. Si no te agarrás del humor, te volvés loco.

–Las palabras humor y amor comparten varias letras.

–Yo siempre digo que un gran amor se consigue con buen humor, pero un gran amor se destruye por mal humor.

–¿Cómo son tus días, Roberto?

–Muy quietito. Volví a los teclados, después de diez años. Sin nada que hacer, me pongo la peluca blanca y me transformo en Juan Sebastian Sánchez… Hace años, en un edificio que se llamaba El Castillo, armé un estudio descomunal. Largué eso y aquí, en mi casa, tengo una orquesta espectacular en diez metros cuadrados: tres teclados, dos módulos de sonido, las cámaras. Y todo de primera. Con esto me entretengo como loco. Y tengo una mujer adorable, que me cuida todos los minutos. María Olga Garaventa.

–Olga era la secretaria de tu representante.

–Sí. Te sigo contando mis días: me levanto tipo una, porque con mi mujer conversamos durante horas y nos dormimos tarde. Nada nos urge; nos levantamos tranquilos…

–Tras tu rehabilitación volverás al escenario.

–Mirá: eso no depende de mí. Depende de Dios. Además, para volver tengo que estar al doscientos por ciento. En estas movidas uno mete a trabajar a cien personas. Cien personas, cien familias. Si un día actuás y al otro día se devuelven las entradas porque la voz del cantante no está bien, causás mucho daño... Días hay en los que me levanto y, sí, ésta es la voz mía, con la que choreé, digo, con la que canté toda mi vida. Pero otros días soy el Padrino. Uno la va llevando… Si vuelve la voz haría un par de recitales. La despedida.

–¿Despedida? No te creo.

–Despedida. Creeme. Esta enfermedad es tremenda, tremenda. Yo ya hice shows con el micrófono McGiver que inventé. Cantaba y recibía oxígeno. Después me apoyaba en el piano y allí, en un florerito, me esperaba otro cañito de oxígeno. Y eso era antes de que me recortaran los pulmones… Si vuelvo será para despedirme.

–Lo dudo. Le vas a encontrar la vuelta.

–Escuchame bien, Rodolfo: ¿sabés qué pasa? Estoy cansado. Muy cansado. Ya hace 48 años que subí al escenario. Toda mi vida escenario. Empecé un 9 de julio; yo tendría 14; calculá: ¡tengo 62! Haciendo fonomímica en el colegio, imitaba a Elvis Presley; se rompió el disco de pasta y chau, seguí cantando a capella. Y el salón se cayó a pedazos. Todo el mundo se prendió; las minas bailaban conmigo. Dije: “¡Esta es la mía papá!”

–Marcado por alguien estabas.

–Designado. Pero cuidado con las palabras. El otro día en un informe de un canal pusieron: “El Dios Sandro”. Al minuto yo estaba llamando a Nora Lafon para que hablara al canal y sacaran esa basura. Que quede claro: soy un tipo muy creyente. Yo rezo a la mañana, mi mujer reza a la noche, y acá tenemos un pesebre todo el año. Entonces: Dios-es-Dios. Nadie más. Trasciende las religiones. Es energía. Yo me comunico con el hombre a través de la católica, ¿vio? Es la que me enseñaron.

–Tu casamiento, ¿por Iglesia?

–Claro que sí. Y en casa... Vos te podés casar en tu casa presentando certificado médico por inmovilidad. Hay una ley y la usé, y todo se hizo acá: el viernes 13 de abril por civil, ante la jueza Margarita Giménez, y el sábado 14 ante un cura que conocí en el Instituto del Diagnóstico, el padre Osvaldo Brown, que prefiere que lo llamen Pocho.

–Habrás invitado a varios cientos de amigos.

–No, unos 35. Aparte de los testigos, que fueron los hijos de María Olga, Manuela y Pablo, y Alicia Cuello y Roberto Sanz, estuvieron Gianfranco Pagliaro, Raúl Porchetto, Pepe Trelles, mi representante Aldo Aresi, y Chiche López.

–¿Y hubo vals?

–Sí, señor. Como corresponde. Y la novia repartió ligas y cortamos una torta decorada con rosas naturales y brindamos. Yo, todo eso, lo hice sin exagerar. Luciendo impecable smoking. Felicísimo.

–¿Qué oraciones elegís para tus mañanas?

–¡Uuuhhh papi, casi 15 minutos eh! Siempre la misma; parece un salmo… La oración fue creciendo a medida que empecé a correr peligro. Cuando me enfermé la primera vez, creí que me moría. En la terapia intensiva, entubado, yo no hacía más que rezar. Tenía un rosario celeste muy baratito, que me trajo Porchetto, mi hermanito más chico. El rosario viene de una señora que se conecta con la Virgen. Y siempre va conmigo. Cuando me internan lo ato a mi cabecera.

–Rosario celeste baratito… lindo arranque para una canción.

–Tengo una caja de ebanistería acá; me la regaló el padre de Sergio Denis. Tiene muchas divisiones. En una guardo cruces, en otra rosarios: los de madera aquí, los de plástico allí; los de oro, de plata, de cristal, más abajo. Tengo rosarios para tirar para arriba.

–Estás armado hasta los dientes, pertrechado para las contingencias celestiales.

–Sí, sí, olvidate. Desarmado no me va a pescar la fulana.

–¿Y qué dice tu oración matinal?

–Te lo sintetizo: rezo un padrenuestro y un avemaría. Luego digo: “Gracias, Padre, por este nuevo día donde reflejas toda tu gloria, gracias por darme la vida para poder contemplarla…” Después digo: “Como siempre, te pido que protejas a todos los que viven en esta casa y aleja de nosotros a aquéllos o aquéllas que pretendan hacernos daño...” Y después pido por los viejos, por los enfermos, por los pibes, para que termine la guerra, por los tipos sin trabajo, para que los jueces apliquen la ley y para que los que gobiernan a este país gobiernen…

–Amplísima la cobertura de tu salmo.

–¡Y sigue eh…! Después pido por mi mujer y por mí. Y hablo con la Virgen y le pido también una serie de cosas, y más adelante digo: “Gracias, Padre, por lo que me diste y me seguís dando, y por permitirnos tener lo que aún nos queda”. Después redondeo con unas palabras más, y ya está. Le hablo a alguien supremo, a quien no se debe confundir con ídolos de entre casa. Ocurre que los pibes de hoy perdieron el valor de las palabras. Cuando admiran a alguien largan “¡Dios! ¡Dios!” Si estuviéramos en una cultura helénica vaya y pase, pero somos judeocristianos...

–Bajemos. Hubo un tiempo, Roberto, en el que amenazabas con hacer un tuco y preparar unos fideos “un día de éstos”.

–Circunstancias ajenas a mi voluntad me impidieron cumplir con el tuco… Ahora no cocino más. Mi mujer, ¿sabés cómo cocina? ¡Ah, es una reina!

–A lo largo de un cuarto de siglo, siempre le escapaste al asunto de tus cosas del querer. ¿Podemos hablar de eso ahora?

–Podemos, sí. Mirá qué grande, me vino a aparecer esta reina hace un par de años, ¡a los 59! ¿Cómo puede ser? Un amor de esos que vienen sin aviso. Olvidate, ¡un flechazo eh!

–¿Hay explicación para semejante relámpago?

–Esto vino de arriba, no estuvo planeado. Olga trabajaba con Aresi. Yo llamaba por teléfono y me pasaba con Aldo, obvio. Estuvo trece años ahí y yo la miraba sin verla… Pero una tarde la vi.

–Si se puede saber, ¿qué pasó?

–Fue un beso en la mejilla, despidiéndome, porque íbamos para Rosario. Ese beso y se iluminó todo. Yo viajaba, y no podía ni hablar. Decía: “¿Qué es esto?, ¿estoy loco?” Y pensaba: “Tengo cerca de 60, familia formada... Ella bajó para saludarme, un beso en la mejilla y… y…”

–¿Y?

–Y tuvo que venir el padre Pocho… Imposible explicar lo que sentí en ese viaje. Yo iba en el auto y no podía pensar, estaba confundido... Entonces, abro el celular y la llamo, y le digo: “Tengo un beso encadenado entre mis labios...”

–¿Y?

–“Tengo un beso encadenado entre mis labios… y la llave de ese beso está en tu boca”.

–¿Y ella?

–Ella pensó: “Se equivocó, se lo habrá querido decir a su mujer...” Al rato vuelvo a llamar y le digo: “Eso que dije ¡es para vosss!” Pasaron los días, unas llamadas telefónicas, hasta que, bueno, pasó lo que pasó.

(Por este domingo está bien. Nos despedimos con Sánchez hasta el próximo. Entre tanto, reviso entrevistas que le hice a lo largo de los años. Y rescato una significativa serie de testimonios de esas fanáticas que en el Gran Rex le arrojaban corpiños o bombachas bendecidas por el frenesí de los recitales.

Año 1996. Sandro en su espectáculo Historia viva. Fila 4. Una mujer de unos 55 le grita: “¡Pedime lo que quieras, yeguo!” Su hijo, con aspecto de médico recién recibido, se tapa la cara. Ella le dice: “¡Pero no seas pelotudo! ¡Si a vos te hicimos con tu padre escuchando estas canciones!”

Y a caballo de la noche el show avanza. Chistes, lágrimas, reflexiones, jadeos, silencios de misa, sudor, histeria. Sandro aclara: “Aquí estoy, entre el milagro y el ridículo”. Una y otra vez se burla de sí mismo. Vuela la lencería íntima. “Quieeero llenaaarme de ti...” Una voz grita: “¡Besame las amígdalas, guacho!” Y la devolución del ídolo: “Mi amor, no puedo: mi boca está prohibida por la municipalidad”.

Hortensia (80) explica: “Vengo con mis nietas de 18 y 25 años para que lo amen como yo. Soy maestra jubilada y aquí puse todos mis ahorros”. Graciela (39) ya vino cuatro veces. Admite que “está muy panzón, pero me da vuelta intelectualmente”. Carmen (45) viene de Quilmes: “Mi marido se quedó de niñero... Yo siempre sueño con Sandro. En los sueños empezamos dialogando, después llega el deseado largo beso. Ojo, que el sueño no termina. Seguimos. Y entonces…”

Escuchar para creer. Ana María (51) es arquitecta: “Si no me sacan fotos, le cuento: en mi cama matrimonial estamos los tres. Yo, mi marido y Sandro. Pero mi marido no lo sabe: hace tiempo, corté en pedacitos una foto muy besada de Sandro, abrí mi almohada, metí todos los pedacitos adentro, la cosí... Siempre Sandro en mi cama”.

Podemos hacer sociología y unas cuantas cosas más. Pero mejor dejemos que los testimonios digan lo que dicen. Sandro es, antes y después, Roberto Sánchez. Y Sánchez, increíblemente, es ese que me confesó lo del beso en la mejilla que lo llevó a casarse casi a los 60.

El domingo siguiente llega y seguimos la conversación. Tiene la voz más despejada.

–Roberto, antes que nada, escuchá un fragmento de lo que me decías en agosto del 80, la noche anterior a tu cumpleaños 35, en un cafecito de Banfield, al compás de una botella de whisky:

“Estamos muy mal educados desde la escuela. Así como vamos, lo único que puede prosperar es el chanterío."

“Sandro prosperó. ¿Es un chanta Sandro?"

“Te podría decir que no; preferiría demostrarte que no. Para decirlo con esa frase gastada: soy un tipo realizado. Yo soñé mucho, pero con acción, sabiendo adónde iba. ¡Salud!"

"“¡Salud! Antes de que perdamos el conocimiento, decime, ¿vos sos Sandro?"

“No. Yo soy Roberto Sánchez y hago de Sandro como si hiciera de Batman."

“¿Y cómo es tu personaje?"

“Es un atorrante tierno, un desfachatado muy respetuoso. Con alta dignidad de trabajo. Sé que un cantante de pronto es más importante que un político: recibe todo el amor y todas las frustraciones del mundo. Y encima le pagan sin tener que prometer nada. Lo menos que puedo hacer es matarme en el escenario."

“¿Para quién canta Sandro?"

“No quiero favorecer la corrupción diciendo que canto para las masas. Linda mentira. Canto para mí. Lo mío es un divertimento, cargado de humor, a veces mechado con cosas seudoprofundas. Nunca quise ser apóstol ni profeta."

“¿Sos frívolo?"

“Soy frívolo. Si te respondiera no, sería un chanta. Y ser chanta es algo que me revuelve la sangre. La famosa viveza criolla sigue a la orden del día. Todo lo que nos pasa es producto del chanterío."

“¿Y qué nos pasa?"

“Nos pasa que estamos sumergidos en la mierda. Hasta el cuello.”

–Esto me decías hace un cuarto de siglo.

–Ahora opino lo mismo. Pero con una corrección: no estamos sumergidos en la eme hasta el cuello. Estamos sumergidos hasta los ojos.

–¿Te referís al analfabetismo agravado por la analfabetización de tantos medios de des-comunicación?

–A eso me refiero. No hablo al voleo: lo sé y lo sufro: el nivel baja y baja, y la eme sube y sube. Basta con leer las cartas que recibo en todos los niveles… A veces leo con dolor y marco con un lápiz rojo. Da pena. Sin embargo, por debajo de tanta ignorancia brotan los ideales. Esto es desastroso, pero no está perdido. Por empezar, desde los medios habría que dejar de nivelar para abajo. Se habla peor que en las tribunas, para caer simpáticos. Todo se resuelve con facilismo. La degradación del idioma ha sido absoluta, ¡absoluta! Así, terminaremos haciendo sonidos guturales.

–A la hora de componer, ¿cómo te influye todo esto?

–Tengo serias dificultades. Siento que estoy un poco desfasado con la forma en que se escribe ahora. Me va a costar mucho escribir para estar en onda. Es que la composición cambió ¡para peor! Hace poco grabé un longplay de versos: me lo pedían las minas como locas, porque a ellas les gusta que yo les haga el piripipí arriba del escenario y les diga cosas... Escribí un poema con la frase “quítame los grilletes”. Y en el estudio de grabación me dicen: “Señor... los grilletes, ¿qué son?” Hago una encuesta y de diez personas sólo dos sabían qué era grillete. Cambié grilletes por esposas. Me está costando ponerme al ritmo de esta degradación. Pero, bueno, hago alguna cosita, aunque estoy muy cansado todavía. ¿Te das cuenta?, cansado por mi cuore, por mis pulmones limitados; cansado por nada de alcohol, nada de sal. Y encima cansado porque las sencillas cosas que escribo tengo que traducirlas a un castellano pobrísimo. Se vienen las canciones con sonidos guturales.

–El apogeo de don Tarzán. Siendo un gran referente, no se explica cómo no lo invitan a los Congresos de la Lengua… Roberto, apocalípticos estamos. ¿Tenemos derecho?

–No, porque hay tantos que siguen soñando.

–¿Te parece posible manejarse con extravagancias como el honor y la palabra?

–Es imprescindible volver a esos códigos. Mirá qué extravagante soy que con mi representante Oscar Anderle estuve casi 25 años, hasta su muerte, sin firmar nada. Con Aldo Aresi, desde hace más de 30 también trabajamos a pura palabra de honor.

–Roberto, ¿no tenés algún departamento para alquilarme? Seguro que no me pedirías ni el mes de depósito ni garantes.

–Garantes… Me hacés acordar de un cuento… Ahí va: don Salomón acaba de cerrar la venta de una casa. Sale de la inmobiliaria con los ojitos brillantes. Un tipo que pide limosna lo ve y piensa “éste tiene guita”. Salomón sube al auto; toc toc, baja la ventanilla, “¿qué pasa...?” “Mire, señor, le pido humildemente una ayudita para alimentar a mis hijitos.” “¡No tengue plata, viejo!” Y le sube el vidrio. El otro vuelve a golpear: “Pero mire, cuatro hijitos, se lo pido por Dios...” “¿No te dije que no tengue plata?” “Un pesito, señor…” “¿En qué te tengue que hablar, en yiddish? ¡No tengue!” Sube el vidrio. Toc toc… “Señor, ¡se lo pido por Dios y por la Virgen!” “Ah, bueno, con dos garantes es otra cosa!”… Ja ja... Estábamos hablando del honor, de la palabra… Esto es muy sencillo: el mayor capital que puede tener un humano es la confianza de otro humano. Si perdiste eso, perdiste como loco.

–Me quedó zumbando el asunto de esa decadencia que se refleja en el lenguaje…

–Y en la furia cotidiana… Hay cosas difíciles de comprender; estamos desbordados: ahora se mata con furia.

–¿Y a qué se deberá tanta furia?

–Si entramos a detallar, va a ser la lista de un mercado… Alguna vez lo hablamos. De manera creciente la frivolidad de los que tienen mucho se volvió ostentación. Cuando andaba por mis 30, yo me compré un Rolex, un Dupont, un Mercedes. Ahí me di cuenta de que en ningún país vi tantos Rolex como aquí. Con el Mercedes anduve poquísimo, hasta que descubrí que tenía mal olor: claro, había una rata muerta en el motor. Por años lo guardé; no quería ofender al tipo que labura en la calle. Ser ídolo no da derecho a regodearse en la impunidad. Ciertas revistas son prontuarios explícitos: caballeros que afanan sin asco, lo exhiben a todo color. ¡Vean cuánto tengo! ¡El que no afana es un gil...! Por otro lado, el hacinamiento en las guarderías infantiles, la desocupación, la reclusión de nuestros ancianos en los morideros. ¡Vamos todavía!

–En este dale que va, ¿adónde te parece que vamos a parar?

–Al pozo.

–Algunos sueñan con la solución del “basta de democracia y que venga la mano dura”.

–No. Eso nunca más. Peor el remedio que la enfermedad. Por empezar, hagámonos cargo de lo que engendra tanta furia. ¿Qué es el hombre? Una máquina loquísima que cada vez se conoce menos a sí mismo.

–¿Y los mentados ejemplos?

–Si observamos los que hay en el mercado, es preferible que los pibes no tengan modelos. Obscena la frivolidad de hoy. Por esto también la gente está tan mal. A los corruptos se les pide un poquito de discreción, por favor. Pero cuidado, que todo esto no nos haga perder la bendita esperanza.

–Para que la esperanza no sea palabra de ocasión, ¿qué hacemos?

–Cambiar la educación desde la escuela. Apenas si se enseña a vivir.

–¿Te parece poco?

–Pero el vivir que se enseña es el sobrevivir. El vivir chiquito, el de la chatura. No se enseña ni a pensar ni a imaginar… Las escuelas, por esta degradación que arrastra décadas, son depósitos. Tienen que ser lugares luminosos, fascinantes. La cosa cambiará el día en el que los padres puedan amenazar diferente: “Querido, si te seguís portando mal, ¡mañana no te dejamos ir a la escuela!”

–¿Qué otro elemento explica este tiempo tan furioso?

–Nos acostumbraron a soñar mal. A soñar lo que no se puede hacer. Siempre digo: hay que saber qué es lo que se puede para después saber qué es lo que se quiere.

–¿Y aquello de que a las cosas hay que hacerlas, aunque sea mal?

–No me anoto en ésa: lo importante es saber los propios límites y hacerlas bien. Se sueña al pedo. Todos quieren ser famosos. Ya sé que los maestros desde siempre ganan mal, ¿pero a nadie le interesa ser maestro, o ingeniero agrónomo? Se busca la cámara, la vidriera, la pura apariencia… Querido, te propongo parar aquí, antes que la voz se me ponga onda don Corleone. ¿La seguimos el domingo que viene?

(Mientras germina el tercer domingo, escarbo otros lejanos encuentros con Sánchez. Doy con una seguidilla de palabras con que sus fanáticas lo nombran: Hermoso, Gitano, Divino, Demonio, Tigre, Huracán, Sandro Magno, Macho, Ayayito, Papito, Potro, Yeguo, Maestro... Recuerdo otro momento de Historia viva. En escena, una especie de secretario le reclama el sueldo a Sandro. Desde la platea alta una voz grita: “¡Yo voy gratis, papito!” Y otra: “¡Yo te baño!” Sandro afloja sus ropas, canta, conversa: “Cuando chicos éramos tan pobres que el arco iris salía en blanco y negro”. Por unos segundos imita al Sandro eléctrico y sensual de hace décadas, después camina como un viejito con ciática: se burla de sí mismo. Mientras tanto, aprovecha para meter aire en sus pulmones desesperados; pide: “Preparen la ambulancia”. Del medio de la platea una voz le contesta: “¡Papi, yo te hago boca a boca!” Transpira, suda, renueva toallas. Pasa del vértigo a la reflexión. La histeria se convierte en silencio absoluto. Ingresa esa “bandera tan olvidada que sólo sacamos para el Mundial... De seguir así, un día nos vamos a acostar con ésta y nos vamos a levantar con otra”.

Ahora nos llega la tardecita del tercer domingo. Y ya completamos esta entrevista.

–Roberto, te propongo un chequeo.

–Pará. ¡Otro más!

–Nada de agujas. Un chequeo de memoria emotiva. Yo te tiro algunas palabras y vos las completás. Ahí vamos: “tercer grado”.

–Gracias, infinitas, por el recuerdo. Mi maestra, Norma Eva Cuniglio. Dentro de una escuela primaria fabulosa, la señorita Cuniglio conmigo tuvo consecuencias que hoy disfruto. Era una maestra singular porque enseñaba a aprender. A mí me perdonó mi animalidad para los números y vislumbró cierta vena poética. Ponía un cuadro de Cézanne y nos decía: “Escriban, cuenten lo que ven”. Ponía la Sinfonía 23 de Mozart y nos decía: “¿Oyen? Pónganle palabras”. Nos dejaba practicar tiro al blanco con nuestras navajas, sabía karate, bailaba rock. Naturalmente, en la escuela y en la vida, no le fue fácil la cosa. Yo tengo la marca de la libertad en la costura de mi ser. Ella, la pobre santa, me dejó para siempre esa marca.

–¿Pobre santa?

–La señorita Cuniglio se suicidó.

–Sigamos, Roberto: “media suela”.

–Mi padre. El gran Vicente. Laburante hermoso. Se daba maña para todo: le hizo un horno a mi vieja para cocinar arriba del calentador. También le hizo una heladera, a hielo… Para disimular nuestra estrechez económica, él me cambiaba las suelas de los zapatos. Un sabio con sólo tercer grado. Discutiendo, insuperable. Te hacía puré. Una vez apartó a mis abogados y me ganó un juicio. Me enseñó que cuando uno da su palabra esa palabra es inmortal. El gran Vicente, ¡por favor!

–Sigamos con el chequeo. Si digo “complejo de Edipo”…

–Rápido te contesto que eso es lo que algunos atolondrados decían que yo tenía con mi madre. Zonzos de lengua fácil. Irma Nidia Ocampo: así se llamaba. Padecía reuma y eso derivó en artrosis al año de yo nacer. A los 21, la muchacha vital y rubicunda que había elegido a mi padre se convirtió en inválida. Postrada, con 40 kilos, con sus rodillas soldadas, desde su inmovilidad me enseñó todo: a vestirme, a lavarme la ropa, a hacerme la cama. Y nada de Caperucita Roja: me leía Las mil y una noches. A los cuatro años íbamos los miércoles a ver tres películas de amor. Allí empecé a decir: “Voy a ser artista de cine en colores, mamá”. Y eso es lo que soy. Algo fundamental: ella me hizo socio de la Biblioteca Popular Sarmiento, de Valentín Alsina. Me inició en el supremo placer de la lectura… La vida entera de mi mamá, que soñaba con ser bailarina, duró 64 años… Yo me llamo Roberto Sánchez Ocampo. No sé si me explico.

–Las imágenes de tus viejos, ¿te acompañan?

–En algunos momentos muy intensos. También, a veces, cuando estoy frente al televisor y veo un guanaco que dice “¡che boludo!” Ahí me digo: ¡si estuvieran Nina y Vicente acá! Mi viejo le tira con un pan o con lo venga al televisor. Te juro.

–No hace mucho anduvimos entretenidos buscando el gen argentino. Vos estuviste en el lote. Te recibiste de ídolo, digamos.

–Flor de mentiroso sería si lo negara. Ser ídolo supone una enorme responsabilidad. Mucho cuidado con la ligereza. Un cacho de fama no lo autoriza a uno a nada. ¡Por el amor de Dios!

–Puesto a elegir argentinos decisivos, ¿vos a quién nombrás?

–A Roberto de Vicenzo como deportista. El tipo hizo una carrera sin escándalos, con menos perfil que un tarro ‘e talco... Y nombro a Hugo del Carril. Talento, coherencia, conducta. No tuve la suerte de darle un apretón de manos… Me inclino por los menos conocidos y tan olvidados. Por Maradona, por el doctor Claudio María Maradona. Un hombre impresionante… ¿Vos sabés lo que es un stent? Es algo para destapar las arterias del cuore. Lo inventó un doctor de apellido Luna, un riojano, simpático y divertido. Fijate, ni el nombre le sé. ¡Resulta que el tipo inventó ese aparato que anda por todo el mundo! Sí, hay argentinos muy valiosos. Y hay algunos servidores en cosas que resultan graciosas. ¿Viste las tapitas del agua, que las abrís girando fuerte? Se quiebra el precinto y se saca la tapa. Bueno, ese sistema tan práctico lo inventaron dos muchachos de acá. Y no vamos a entrar con la pavada del dulce de leche... Seamos serios.

–Seamos. ¿Cómo caraxus hiciste para que la idolatría no te comiera por las patas?

–Mirá, esto yo me lo aclaré a los 31, sentado arriba del portón de entrada de mi casa. Desde ahí tenía la panorámica: veía los garajes con mis autos, la casa espectacular a esa hora de la caída del sol... Estaba tomando un whisky y me dije: bueno, ¿así que sos un ídolo? Roberto, ¿y ahora qué? Y ahí fue que de algún modo tuve mi verdadero bautismo. De paso te cuento que mi viejo me bautizó porque si no después no te dejaban entrar en el colegio; él era anticlerical, creía en Dios y nada más. Pero odiaba a los curas, directamente… Volviendo a mí, allá arriba del portón. Me dije: ¿así que esto es el éxito? Empecé a indagar en cuestiones psicológicas, después fui a parar a la parapsicología. Buscaba razones de por qué me pasaba esto a mí y no a otro. ¿Por qué a mí lo bueno? ¿Por qué Dios me señaló, si yo estaba en la cuarta fila? ¿Por qué me dijo “vos negrito serás Sandro”? Y yo miré para atrás, y como había un rubio de ojos celestes, asombrado le pregunté: “¿A mí me señala, Padre?” “Sí, a vos.” Y me dio todo esto. Y a cambio, bueno… me saca el aire. Me cuesta tanto respirar... ja, ya ves, ¡la vida tanto da y tanto quita!

–Roberto, un par de veces me dijiste que te sentías cansado.

–Es que me siento cansado, Rodolfo. Nada de sal ni de whisky ni de vino ni de champagne; nada de caminatas ni de frío ni de calor. No me quejo, Dios mío, pero no es fácil esto. Por ahora cumplo calladito, pero en cuanto me den el alta... ¡van a temblar los estaños! No, en serio, quiero retomar una vida parecida a lo normal... Aparte, ya no es solamente los pulmones: ahora es el cuore ¡y con ése no se jode eh! Hago mis deberes: ni Martini estilo Churchill ni gin ni nada. Tengo un kinesiólogo tres veces por semana y una silla para hacer gimnasia, mi silla eléctrica… Pero no me rindo. Ahí vamos saliendo, asomando muuuy de a poquito, viste.

–¿Has domado tus miedos?

–Nooo, qué voy a domar. Te lo quiero confesar: estoy lleno de miedos. Lleno de miedos, Rodolfo. Uno de los miedos más fuertes es cuando me acuesto, es ver si me despierto al otro día, ¿comprendés? Cada noche me pongo un poquitito de oxígeno, por seguridad. Entro al sueño pensando eso: ¿me despertaré mañana? Dios te da, Dios te quita. Ni sal ni alcohol ni paseos ni nada… Es triste, viejo… así la Vida, ¿es vida?

–¿Es vida?

–Vida es… Hace diez años, cuando estaba jodido del fuelle, pero sin estos problemas de cuore, te dije algo que ahora te repito: aunque estoy muy cansado hago buena letra, pero con la debida aclaración: “Vea, Padre, yo puedo perder la vida, ¡pero a la vida no me la pierdo eh!”.

Por Rodolfo Braceli
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